Se entra a un edificio de esos del bajo de la ciudad, renegridos por el hollín con almohadillados
pétreos ya centenarios que te intimida atravesar. Una vez adentro el espécimen mayormente
reproducido de la jungla de cemento denominado “empleado público” llena
papeleríos y te indica como una cinta grabada como manejarte una vez que
entraste en esa gran mole. Más de siete pisos, subo al 4 me mandan al 7, bajo
al 2 y me mandan al uno y así. Los pasillos son oscuros, deshabitados, con las
luces apagadas, parece estar abandonado por partes, las habitaciones se van
perdiendo por el fondo y de mirarlas ya te da un escalofrío en la espalda. Es una
de esas obras magníficas construida para albergar a la bella y nueva Nación,
esa señora fina, grandota, tan parecida a las europeas, que mandan a hacer edificios franceses para hacer trabajar
a sus tantos hombres de bien, que junto a ella forjarán un destino sin
fronteras, con el solo techo de vidrio para traspasarlo fácilmente.
Recorriendo,
más de cien años después, poco queda de un pasado glorioso. Allí se albergan
los documentos más importantes de la historia argentina, desde que éramos una
colonia hasta hoy, intuyo que gracias al esfuerzo de unos pocos laburantes que están
allí cada día, frente a la desidia de otros que están más arriba, dando de a
migajas un poco de material para trabajar o algún empleado más a modo excepcional.
El AGN es
increíble, aparente ser un viejo solitario pero guarda en cajas historias de
soldados, de mujeres que se casan de
blanco, de hombres importantes que dan millares de discursos, rostros de gente
que ya no existe pero que ese lugar mágico aún los conserva ahí en estanterías,
en sus letras con firuletes, en sus fotos sepia. No puedo evitar salir de allí
con los ojos ardidos y mi camisa impregnada de un curioso olor a viejo.
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