miércoles, 27 de marzo de 2013

AGN

Se entra a un edificio de esos del bajo de la ciudad,  renegridos por el hollín con almohadillados pétreos ya centenarios que te intimida  atravesar. Una vez adentro el espécimen mayormente reproducido de la jungla de cemento denominado “empleado público” llena papeleríos y te indica como una cinta grabada como manejarte una vez que entraste en esa gran mole. Más de siete pisos, subo al 4 me mandan al 7, bajo al 2 y me mandan al uno y así. Los pasillos son oscuros, deshabitados, con las luces apagadas, parece estar abandonado por partes, las habitaciones se van perdiendo por el fondo y de mirarlas ya te da un escalofrío en la espalda. Es una de esas obras magníficas construida para albergar a la bella y nueva Nación, esa señora fina, grandota, tan parecida a las europeas, que mandan a  hacer edificios franceses para hacer trabajar a sus tantos hombres de bien, que junto a ella forjarán un destino sin fronteras, con el solo techo de vidrio para traspasarlo fácilmente.
Recorriendo, más de cien años después, poco queda de un pasado glorioso. Allí se albergan los documentos más importantes de la historia argentina, desde que éramos una colonia hasta hoy, intuyo que gracias al esfuerzo de unos pocos laburantes que están allí cada día, frente a la desidia de otros que están más arriba, dando de a migajas un poco de material para trabajar o algún empleado más a modo excepcional.
El AGN es increíble, aparente ser un viejo solitario pero guarda en cajas historias de soldados,  de mujeres que se casan de blanco, de hombres importantes que dan millares de discursos, rostros de gente que ya no existe pero que ese lugar mágico aún los conserva ahí en estanterías, en sus letras con firuletes, en sus fotos sepia. No puedo evitar salir de allí con los ojos ardidos y mi camisa impregnada de un curioso olor a viejo.

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